Se levantó. Fue a por agua para su aseo. Era una hermosa mañana de primavera en las montañas de la Cordillera Central, donde la feliz conjugación de terpenos producen ese penetrante aroma inconfundible y exquisito que dimana de los pinos. Se acicaló como si tuviera planes de asistir al teatro a ver “Nabucco”. Sin embargo, no olvidando dónde se encontraba, se vistió con pantalones Jeans de un tenue azul, una blusa rosada adornada con una rosa de rojos pétalos de tela crepé y plateadas sandalias que bien combinaban con el rojo de sus uñas. Se acercó al fogón de barro hizo fuego y coló café de pilón.
El azul y el rojo eran predominantes en aquella “casita de muñecas” que alojaba a su madre y esposo, a quienes había ido a visitar y llevarles una modesta compra de comestibles con ocasión del asueto de Semana Santa. Por eso no faltó entre aquellos la porción de habichuelas necesarias para preparar “con dulce” -habichuelas con dulce- plato típico de la época. Se asomó a la puerta de costaneras pintadas de azul, dispuestas dentro de un hermoso marco rojo chino. Con el sonido de fondo de una oscilante aldaba, se mostró a su vista un espectáculo superior a Nabucco: Los rayos amarillos del sol simulaban una miríada de espadas divinas que venían a cortar la niebla disipando poco a poco su espesura, y una armoniosa combinación de lirios, bellahortensias, lenguas de suegra, orquídeas silvestres, claveles y algunos nenúfares flotantes en un estanque de hojalata completaban la primera escena del primer acto.
Entonces pensó en la ciudad, su bullicio, su ambiente hostil y en cómo todos andan allí desentendidos unos de otros, sin reparos en la sincronía de la naturaleza y todo lo que ofrece para ser feliz. Donde la medida de la felicidad es la suma de las posesiones, y se ríe, baila y canta en busca de la afirmación ajena. En cambio, donde estaba, no precisaba de palabras ni gestos corroborantes: eran solo ella y el mundo para compartirse mutuamente no como pluralidad sustancial, sino como unicidad espiritual, panteismo incluido.
Rozaba casi la ataraxia cuando la distrajeron el aullido del perro de la casa y el llamado de su madre. La mesa estaba servida con huevos de yema color mamey, escabeche de cebolla, chocolate de palo y la mejor yuca del lugar, cuyo vapor enamoró su olfato. Michelle empezó a desayunar, al tiempo que pensaba: “¡Qué maravillosa obra! Incluso Nabucco queda empobrecida ante la convergencia de tantos bienes. Después de todo, aquella está hecha para quienes no les basta el mundo. Ésta está concebida no para distraerme del mundo, sino para para recordarme que soy una en él y con él, que somos parte y todo de su asombrosa geometría, estímulo y materia de su eterno devenir”. Esta sí que es la obra perfecta.
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