Por Emerson Soriano
12 de Mayo 2025
Imagen creada por IA.
Hoy día, ser una chapeadora ya no es oficio de pobres mujeres desheredadas de la fortuna, lanzadas al mismo por condicionamiento social y abandono del Estado, habiendo pasado a ser un arte (modus operandi), que sostiene el “modesto” desempeño de jóvenes no necesariamente excluidas socialmente. Dicho arte se torna cada vez más complejo y, para su ejercicio, hay que implementar una bien elaborada estrategia que alcance sin tropiezos reactivos el fértil terreno donde habrá de germinar la generosidad de la futura víctima. Pero no vaya usted a creer que eso sucedió de golpe y porrazo. Fue necesario que el ejercicio de la profesión recorriera un largo viacrucis en el que, cada caída, obligó a las pertenecientes al “club” a reformular sus métodos en cuestiones determinantes para, por ejemplo, identificar el punto de apoyo firme y necesario para la reincorporación, mejorar el equilibrio y reanudación de la marcha y, como es natural, asegurar el alcance de la meta o propósito.
Con todo, algo beneficioso operaba por efecto de cada experiencia frustratoria: el aumento del valor -tal vez sería más sensato decir del precio- de los bienes perseguidos, cuestión deducida de los riesgos por posible ocurrencia de eventos dañosos susceptibles de ser reparados, siempre en metálico, con atención al lucro cesante y el daño emergente. Así, por ejemplo, si después de una jornada de “pesca” frustrada, para la que una protagonista equis debió invertir en acondicionamiento estético (limpieza facial, botón, arreglo de pelo, depilación corporal, etc.), ella vuelve a lanzar el anzuelo, siempre querrá que lo pescado sea tan grande como para resarcir no solo lo que invirtió en angú y carnada la vez que no pescó nada, sino que cubra, además, una suerte de pago previo por la potencial vacación que padecerá entre la captura de la víctima de turno y la aparición de una nueva.
Otro adelanto perceptible en en oficio lo es la proliferación de causas atribuibles a la casi siempre “accidental” necesidad de dinero de nuestro personaje. La fórmulas van desde un “no te contesté el mensaje porque al celular se me le ha roto la pantalla, y así me es imposible identificar quién me llama” hasta un “este carro de la porra no sirve para nada” -con la agravante de que se trata de un Audi A8-, pasando por el ya conocido “tengo que mudarme, pero debo esperar el desembolso de un préstamo solicitado para pagar los depósitos. Sin que excluyamos, claro, el de una cajera: “la caja arrojó un déficit de 9 mil pesos y me dieron hasta el lunes para reponerlos”.
Como se habrá percatado quien lea inteligentemente este artículo, el oficio de chapeadora ha dejado de ser un mero desempeño de “chiripeo” para convertirse en arte supremo y oficio industrioso que demanda la adquisición de competencias cada vez más renovadas -sin caer, claro, en el menosprecio de aquellas “nacidas para matar”-, no vaya a ser que por falta de tales destrezas las demás “colegas” se adelanten obteniendo en algunos casos más por menos. La demanda de construcción de un mejor acervo ha puesto a una alta casa de estudios a pensar seriamente en instituir la Cátedra “Yuleidy Pérez”, personaje icono del oficio, respecto de quien, también, ya se introdujo a nuestro Congreso, por “Iniciativa Popular”, un anteproyecto de ley, a fin de que le sea hecho un pomposo reconocimiento. Contra el statu quo imperante se ha levantado al unísono la voz de la Asociación Nacional de Viejos Timados y Reprimidos (ANAVITYR), quienes afirman estar padeciendo doblemente: unos porque han sido llevados a la quiebra, y otros, porque padecen la tortura de solo poder ver “el menú”, sin poder “ordenar”. Y mientras tanto, las mujeres de calificada investidura esperan, pacientes, el advenimiento de una nueva Era.
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