Por Emerson Soriano
21 de Abril 2025
Imagen creada por IA.
La Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española definen la anarquía como “ausencia de poder público o gobierno, o bien como un estado de desconcierto, incoherencia y caos. En términos políticos, se refiere a un sistema en el que no existe un Estado o gobierno”. Por otro lado, ambas instituciones definen la anomia como “Ausencia de ley” y, en una segunda acepción, como “Conjunto de situaciones que derivan de la carencia de normas sociales o de su degradación”.
¿Por qué hago este introito al inicio de este artículo? Ah, porque me gustaría que reflexionemos, como bien me pregunto en su título, sobre en cuál de estas definiciones encaja la conducta pública, o privada con repercusiones públicas, que están observando una gran cantidad de dominicanos. Quisiera saber, por ejemplo, en cuál de esas definiciones encaja la actitud cada vez más común de personas que, con ruidos “musicales” y bajo los efectos de bebidas alcohólicas, perturban la paz y el orden de los lugares donde se dedican a tales prácticas. Quisiera examinar las causas que inducen a un dueño de “colmadón” y sus parroquianos a arrogarse el derecho de encender un equipo de música, a la hora del día o de la noche que se le antoje, sin respetar el derecho de los vecinos de tal “colmadón” al descanso y permanecer libre de contaminación “sónica”, como le llama la Ley 64-00.
No debo pedir a mis lectores que se conviertan en obligados conocedores de conceptos tales como libertad, igualdad, justicia equidad, derecho, utilitarismo, libertarismo, dignidad humana y otros concernidos en el necesario debate sobre la cuestión, pero estoy seguro que, en su mayoría prefieren el orden al desorden, la paz a la zozobra, el silencio al ruido.
Y más aún, estoy seguro que entienden que, con independencia de la libertad de elegir de cada ser humano acerca de qué le divierte y cómo se divierte, aun desde el más extremo libertarismo, el Estado tiene la obligación de preservar el derecho de los demás al sociego.
De lo anterior se desprende que la visión moral que un determinado Estado ha decidido imprimirle a su sistema jurídico implicará siempre algunas restricciones a la libertad de los individuos o de la colectividad. Es la consecuencia del contrato social expresado en su Constitución. La idea fundamental de un contrato tal es ceder un poco de libertad a cambio de seguridad. Esto impone al Estado reprimir, por los medios legales, y respetando los derechos fundamentales, toda conducta transgresora de la ley.
Recientemente se ha puesto en la pira a la ministra de Interior y Policia, señora Faride Raful, porque le ha declarado la guerra al ruido causante de lo que la ley define como “contaminación sónica”. Se argumenta que la policía viola el domicilio de las personas, penetrando en las casas de familia y lugares donde suena la música a decibeles dañosos para la salud de los humanos, incautando así los equipos que la reproducen. Estoy de acuerdo en que las actuaciones de la policía que precisen entrada a domicilio deben estar avaladas por orden de autoridad judicial competente. Sin embargo, cabría recordar la procura de seguridad , y no solamente de justicia, que inspira la existencia del Estado. Y más aún, identificar el cariz tendencioso, si alguno, de las críticas que se le hacen a Faride. Pues, lo cierto es que no podemos dejarle el país a los pseudomusicólogos. Me gustaría oír la opinión o propuesta de solución sobre el particular de avezados juristas de la talla, por ejemplo, de Eduardo Jorge, Pedro Balbuena, Eric Raful o Julio Cury, por mencionar solo algunos.
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