Por Emerson Soriano
06 de Mayo 2025
Imagen creada por IA.
Después de haber permitido que se hicieran de los equipos más sofisticados para labores de espionaje y que, además, hayan alcanzado un singular abolengo de ser los que mejor y más acabada información tienen, de todos y sobre todo, en el país -porque parece ser cierto que son los más informados-, el Gobierno está atrapado y sin salida en relación con los gestores de tales sistemas de obtención de información pública y privada. No hay forma, según afirman sus propios operadores, de que el Gobierno saque provecho a los equipos que se ha incautado si no cuenta, además, con los códigos que los activan provechosamente.
Tradicionalmente, en nuestro país, el Estado tenía el monopolio de este tipo de actividad y, si bien hubo personas con altas competencias -en determinada coyuntura, claro- para la obtención de informaciones y operaciones de “escuchas”, no es menos verdad que el Gobierno se puso siempre a recaudo de que esas
personas alcanzaran una autonomía operativa tal que pudiera llegar a interferir sensiblemente con el monopolio que le es ínsito en este tema. La información es poder, de eso no cabe la menor duda, y el poder no es otra cosa que la capacidad de dirigir o de influir en el comportamiento de los demás. En consecuencia, los indicados operadores de tales sistemas tienen en sus manos una importante cuota de poder que presiona al Gobierno y lo estaciona ante el dilema de decidir entre arremeter en su contra y “dejar hacer”, o peor aún, retroceder en su lucha por reducirles tal poder mediante la persecución penal en el marco del proceso abierto en su contra.
Arremeter, es lo que se espera de quien no tiene nada de qué cuidarse. Aquí se impone, lógicamente, un razonamiento en el sentido de que, el hecho de que el Gobierno tenga de qué cuidarse, si algo, no implica necesariamente que se trate de cuestiones dolosas a la luz de nuestro ordenamiento jurídico-penal, pues bien podría ser un cuidado de su buena reputación potencialmente amenazada, por ejemplo, ante la posibilidad de evidenciar blanduras frente a la tentativa de tutela foránea en aspectos que caen en el ámbito de nuestra soberanía. Retroceder, devendría indecoroso y revelador de que las cosas se manejan en el ámbito de la turbidez, dejando a la imaginación -pues los pensamientos son libres- de la ciudadanía cuántas razones pudieran ocurrírsele como explicación de tal conducta.
A lo anterior se suma un elemento de desventaja para el Gobierno, la mirada de una población que, además de ignorar las imprevisiones que propiciaron el estado actual de la cuestión, tampoco está en capacidad de determinar la frontera exacta entre lo cierto y lo falso, con relación a las afirmaciones que hacen nuestros nuevos “pinchadores” de teléfonos, ni mucho menos hasta dónde abusan estos del mito de omniscientes que se han construido a sí mismos.
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