Por Emerson Soriano
09 de Mayo 2025
Imagen creada por IA.
Una esplendorosa puesta de sol se estacionó por varios minutos a la derecha de la cúpula de la Basílica de San Pedro, vista desde la plaza del mismo nombre. Los mismos rayos del sol presentes en el ícono católico de Dios padre estaban allí fijos por varios minutos, como anunciando el advenimiento de una nueva era para nuestra Santa Madre Iglesia, que ha debido -y sabido- hacer la dialéctica oportuna en cada momento que la historia así lo ha reclamado, desde aquellos días en que a Santo Tomás de Aquino, “Doctor Angélicus”, no le importó ser tildado de averroista en su intento de aproximar la fe y la razón, la religión y la filosofía hasta los días más cercanos en que el papa Francisco mostró una apertura sin parangón en la idea de una evangelización sin discriminación, reconociendo el compromiso de nuestra Iglesia con todos, en él sentido más inclusivo del término.
Iluminada por esa hermosa puesta de sol, se aglomeraba una multitud de cerca de 21 mil fieles católicos que ya habían visto la fumata blanca, anunciante inequívoca de la elección de un nuevo vicario de Cristo. El hombre de rostro angelical, de una fisonomía muy parecida a la de Juan Pablo II, pero de cabeza más chica, apareció en el balcón ante la ovación del público que esperaba con ansias ver el rostro del nuevo sucesor de San Pedro. Visiblemente emocionado, se esforzaba por contener el llanto de alegría que lo convocaba. Yo, desde mi poltrona, no menos emocionado, cedí a ese reclamo interior, y lloré. Lloré por sentir que me transmitía aquello por lo que, en el núcleo de su discurso, reiteradamente clamó y proyectó, paz. Sí, me transmitió paz, y esperanza. Una esperanza deducida de su discurso integrador, promitente de la continuidad de un visión, la del papa Francisco. Una esperanza derivada del nombre escogido, León XIV, sucesor onomástico de León XIII, a quien asumo como el iniciador de la doctrina social de la Iglesia, con la que me identifico en muchos de sus aspectos, no obstante ser conservador por antonomasia, pero conservador evolucionista, no reaccionario.
Leon XIII fue, además, un excelente diplomático, merced a cuya aptitud ablandó muchas posturas políticas contra la Iglesia de entonces. Baste recordar su tarea disuasoria ante la actitud de Otto Von Bismarck y su famosa “batalla cultural”, que pretendía disminuir la influencia de la Iglesia en el Estado. Suponiendo que el nombre elegido por el nuevo pontífice derive de su admiración por Leon XIII, y habiendo visto su petición de ayuda al papa Francisco para acometer la empresa que tiene a cargo, es razonable abrigar esperanzas de la continuación de la visión de aquél y de éste, conjugadas a favor de un catolicismo de apertura y un activismo por la paz como estadio natural del hombre que honra el mandato divino de amar al prójimo como así mismo.
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