En este artículo, analizo la utilidad que ha tenido para Luis Abinader y su Gobierno la convocatoria a los expresidentes para dirimir sobre el tema de la inmigración haitiana, y la imposibilidad de realización de ese diálogo por los perjuicios manifiestos para los expresidentes en la oposición.
Por Emerson Soriano
07 de Mayo 2025
Imagen creada por IA.
Siempre he dicho que “la diplomacia salva al mundo”. Y es obvio que no solo se pueden asumir actitudes diplomáticas cuando de relaciones internacionales se trata. Por extensión, se suele atribuir tal comportamiento a la forma de manejar situaciones que demandan, digamos, una suerte de obligada cordialidad tendente a evitar una alteración negativa o perjudicial del statu quo imperante en determinada coyuntura, apreciada ésta desde la mirada de quien la implementa. De lo que antecede se desprende que estoy refiriéndome a relaciones de índole política y, tanto la política como la diplomacia, comparten cierta aptitud para devenir ciencia o arte según las circunstancias en que se las ubique.
Lo anterior viene a cuento a propósito de la invitación hecha por el presidente Luis Abinader a los tres expresidentes que tiene el país para dirimir el problema de la inmigración ilegal haitiana. Esto ha desatado una guerra de opiniones desde toda suerte de perspectivas: que si es una trampa de Abinader, que si es decoroso y útil que los expresidentes en la oposición obtemperen, y un sinnúmero de conjeturas, unas razonables y otras imprudentes. Con todo, lo cierto es que pudiera haber de todo un poco, y no tendría nada de malo si nos estacionáramos en la idea de comprender -no de interpretar- la cuestión, porque ello nos permitiría apartarnos de la tendenciosa actitud de justificación y adentrarnos en el ámbito de la comprensión de cada situación particular, admitiendo que, en la especie, no son perniciosas las actitudes diplomáticas, o políticas. Lo que propongo es algo así como asumir alteridad con respecto a la situación y actitud de cada personaje en particular y, luego, hacer un enfoque macro que nos ubique en la realidad del problema.
En el caso de Leonel Fernández, se trata del líder de un partido considerado como la segunda fuerza política del país a partir de la votación obtenida en las últimas elecciones. Él está compelido entonces, si quiere conservar esa posición y crecer con miras a ganar las próximas elecciones presidenciales, a hacer cálculos de índole estratégica acerca de cuál será el impacto que tendrá para su partido y su figura involucrarse en un encuentro sin precedentes institucionales en un país como el nuestro, cuya población electoral carece en su mayoría de educación política, lo que la hace más veleidosa. Por tanto, cualquier movimiento de Leonel, puede tener un peso específico en su liderazgo, fuera de su organización y dentro de ella. Como resultado, Leonel se cuestionará constantemente acerca de la utilidad que tiene para él un encuentro indefinido en las aristas del problema a tocar, pero sobre todo, en la posibilidad de que el presidente vaya a asumir una actitud decididamente dialéctica para la elaboración de planes que frenen el avance del fenómeno de la inmigración ilegal de haitianos.
Para el caso de Danilo valen la mayoría de puntos que he señalado con relación a Leonel, con excepción de la posición que ocupa su partido en la preferencia del electorado. Sin embargo, aquí se suman otras situaciones más complejas. Danilo es el presidente a quien sucedió Luis Abinader. El traspaso de mando ocurrió en un cuartito en el marco de una “ceremonia” previa y ajena al escenario tradicional en el que ocurre, la Asamblea Nacional, y por interpósita persona, en un hecho que ya anunciaba cómo serían las relaciones entre Luis y Danilo, mismas que venían estropeadas por el hecho de que aquél nunca le reconoció a éste la victoria electoral de 2016 y, más particularmente, por el hecho de que el rumor público anunciaba una embestida del próximo Gobierno contra Danilo, sus funcionarios y sus familiares que, contara o no con el beneplácito de Luis, finalmente tuvo lugar, y tiene aún, al amparo, según ha dicho el Gobierno siempre, de la iniciativa independiente del Ministerio Público. Y, “como entre gitanos no se leen las cartas”, habiendo sido Danilo presidente ocho años, se le hace harto difícil asimilar la idea de que la voluntad del Gobierno sea una variable neutra en todo lo que le ha ocurrido; lo que, sin dudas, predispone su vocación para sentarse frente a Luis a buscar soluciones conjuntas para el país, por imaginarlo el causante principal de toda su desgracia. Y, es más, podría llegar a interrogarse acerca de la sinceridad de pedir su concurso en un clamor salido de la misma boca que ya tantas veces lo ha acusado implícitamente de inepto para el Estado y la política.
En relación con Luis, la situación es diferente, él es el presidente. Tiene el desafío de mantenerse el el poder y de ser evaluado positivamente cuando salga. No tienen cabida en su cabeza de gobernante inteligente las pasiones obstructivas del éxito. Tiene razones para prescindir de los sentimientos de culpa, vergüenza o miedo que pudieran dar al traste con su reputación de buen estadista. No es un santo, y al igual que todos, a buen seguro ha debido valerse de medios no gratos para sí, a fin de acceder y mantener el poder, “es el estilo del mundo”, dice Bertrand Tupra, personaje de la novela “Tu rostro mañana”, de Javier Marías. Sin embargo, aun cuando cualquiera de los dos expresidentes tenga razones para observar suspicacias con relación a su buena intención, hay que concederle el beneficio de la duda y considerar la posibilidad de que su invitación sea sincera, si bien la posibilidad de una sinergia productiva resultante del encuentro se vea interferida por toda suerte de prejuicios: los expresidentes de la oposición podrían estar considerando que, por ejemplo, para Luis, el encuentro sería un negocio de ganar-ganar; mientras que para ellos lo sería de perder-perder. Si asisten, Luis se consagraría como un presidente que mira el Estado desde una perspectiva de inclusión positiva para proveimiento de una sana gobernanza; si no asisten, tendrá a su favor la excusa, cierta o no, de que las cosas no se alcanzaron porque la oposición solo critica pero que no aporta, y que, además, solo torpedea los planes del Gobierno para mitigar satisfactoriamente el problema.
Así, de todo lo anterior, hay que convenir que Luis Abinader ha resultado más hábil para el Estado de lo que muchos de sus adversarios consideraron al llamarlo tayota: les ha puesto en las manos, a la oposición, una bomba de relojería. No tienen otra alternativa que lanzarla y correr. Y, mientras corren, todos nos enredamos en la discusión pública de juzgar las conductas de los condernidos en la “obra”, y Luis aprovecha la fabulosa coyuntura que ello le ofrece para respirar al estilo yoga y dedicarse a atender otros asuntos del Estado que ameritan concentración. Entonces, no sería aventurado afirmar que Luis Abinader, desde ya, es el gran ganador de un diálogo imposible.
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